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La paradoja del termómetro: por qué los argentinos abrazan el frío patagónico y rehúyen el de la costa

10 diciembre, 2025
en Sociedad
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La paradoja del termómetro: por qué los argentinos abrazan el frío patagónico y rehúyen el de la costa
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La paradoja del termómetro: por qué los argentinos abrazan el frío patagónico y rehúyen el de la costa

Análisis basados en datos y en la escucha social revelan que la clave no está en la temperatura, sino en el contrato emocional que el viajero firma con el destino. Mientras en el sur el invierno es protagonista, en la costa es el fantasma que arruina la fiesta.

Es una de las paradojas más curiosas del turismo local. Mientras las temperaturas invernales en la Costa Atlántica desploman la ocupación hotelera y generan un coro de quejas sobre el “viento insoportable” y el “pueblo fantasma”, en la Patagonia, el frío se convierte en un imán. Ushuaia, Bariloche o El Calafate no solo no se vacían, sino que se visten de gala para recibir a quienes buscan precisamente esa experiencia gélida. ¿Cómo se explica esta relación compleja del binomio climático-turístico? La respuesta, lejos del mercurio, anida en la psicología del viajero, en la promesa incumplida y en la arquitectura misma de la experiencia.

Un relevamiento de más de 80.000 menciones en redes sociales, foros y sitios de reseñas —en el marco del Observatorio de Turismo de UADE— diseca esta aparente contradicción. El dato crudo es elocuente: el 72% de los comentarios sobre la costa en temporada baja son positivos, pero ese optimismo es frágil y está teñido de una condición: la búsqueda de tranquilidad y precios bajos. Sin embargo, el 8% de negatividad —bajo pero significativo— se concentra casi exclusivamente en la frustración que genera el clima. En cambio, las conversaciones sobre el Sur invernal están dominadas por un vocabulario de asombro y autenticidad.

El peso de la promesa incumplida

El núcleo del conflicto es lo que en la industria del turismo se conoce como “el contrato emocional”. Cuando un argentino planea un viaje a Mar del Plata, Pinamar o Villa Gesell, aunque sea en julio, el imaginario colectivo que activa es el del verano: el sol sobre la piel, el chapuzón en el mar, la arena caliente. El frío, por lo tanto, no es solo una condición meteorológica: es la materialización de una promesa rota. Es el recordatorio constante de que la experiencia ideal, la que se pagó y se anheló, no será posible. El frío costero es, en esencia, un símbolo de fracaso.

Por el contrario, el contrato emocional que se firma con la Patagonia en invierno tiene el frío como cláusula principal. Quien viaja a Ushuaia en julio va precisamente a encontrarse con el “Fin del Mundo” en su estado más crudo y dramático. El frío no es un imprevisto, es el ingrediente esencial que valida la autenticidad de la aventura. No disfrutan del frío, disfrutan a pesar del frío, o más bien, disfrutan de la experiencia épica que el frío enmarca. El término “abrigarse” en la costa es una molestia; en el Sur, es parte del ritual.

La estética juega un papel fundamental. El frío patagónico transforma el paisaje en una postal sublime: montañas nevadas, lagos congelados, bosques silenciosos cubiertos de escarcha. Es una belleza activa y poderosa que invita a la contemplación y a la fotografía. El paisaje se vuelve más intenso, más propio de un documental. La Costa Atlántica, en cambio, bajo el cielo invernal, puede transitar una peligrosa línea hacia lo melancólico. La playa desierta, los balnearios cerrados con tablas, las calles vacías, no siempre se leen como “tranquilidad”. Fácilmente se perciben como “abandono”, de acuerdo con el mismo estudio de escucha activa realizado a través de herramientas de inteligencia artificial. La misma paz que se busca puede mutar en una sensación de desolación y aburrimiento si no está sostenida por una oferta de ocio alternativa.

La infraestructura: la bienvenida al invierno versus el adiós al verano

Aquí reside, quizás, la diferencia más tangible. La Patagonia está construida para el invierno. Sus cabañas son refugios con calefacción robusta, chimeneas que son el centro del living e hidromasajes para combatir el rigor afuera. El alojamiento en sí es una experiencia. La oferta de actividades es vasta y está diseñada para el clima: esquí, trekking con raquetas de nieve, navegaciones entre glaciares que se ven más azules, avistaje de fauna en un contexto más íntimo, y una gastronomía (con fondue y chocolate caliente incluidos) que acompaña.

La Costa Bonaerense, en cambio, sufre lo que los analistas llaman “el síndrome de la monocultura estival”. Su economía e infraestructura giran en torno a tres meses de calor. Los departamentos y cabañas suelen tener calefacción deficiente, pensados más para ventilarse que para aislarse. Y la oferta de “plan B” es escasa o nula. La queja más repetida en los foros de los sitios de viajes es unánime: “No hay nada abierto”. El frío costero no encuentra una respuesta hotelera ni comercial a su altura, dejando al turista a merced de su propia suerte, reforzando la idea de haber llegado a un lugar que ha cerrado sus puertas, literal y metafóricamente.

El viento también tiene otra recepción

Hasta el viento, un elemento común a ambos escenarios, es narrado de forma distinta. En el Sur, el viento patagónico es un personaje legendario, que refuerza la experiencia de aventura y que incluso aparece reiteradas veces en la escucha activa como un hecho significativo durante la estadía. En la costa, el viento es simplemente un elemento molesto que corta la cara, impide el paseo por la rambla y levanta arena, sin ningún halo de romanticismo aventurero.

En definitiva, el turista argentino no tiene una relación contradictoria con el frío, sino con las expectativas. El frío del Sur es el cómplice de una experiencia auténtica y memorable. El frío de la costa es el espectro de la experiencia que pudo ser y no fue. Mientras la Patagonia abraza el invierno como una identidad, la costa lo vive como la negación de la suya. El desafío para los destinos playeros, entonces, no es combatir el termómetro, sino reescribir el contrato emocional, ofreciendo una experiencia invernal que sea valiosa por sí misma, y no la sombra de un verano que, por unos meses, se fue.

 

 

 

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